viernes, 11 de febrero de 2011

Don Valor y su reloj suizo



Don Valor llegó puntual al taller Arruza.  Tenía pendiente contarnos el desenlace de su accidente: “ Acomódense lo mejor que puedan, les voy a contar”.  Nos platicó  que la caída con su caballo percherón en la Toma de Zacatecas, le acarreó una pierna rota y una severa contusión en la cabeza.
“ Antes de esa caída  yo era muy serio, muy introvertido, como dicen ahora,  y  yo digo que  el santo porrazo en la cabeza me cambió ”.  Pancho Villa decidió que durante  la convalecencia, el joven revolucionario aprendiera un oficio y  fue así que lo nombró telegrafista, puesto que conservó hasta que arribó al poder don Adolfo Ruiz Cortines.   
En una remota estación ferroviaria en el desierto de Durango, don Valor aprendió el oficio y además, encontró una fuente de conocimientos en una surtida pila de libros que le regaló su antecesor.  Entre el esporádico reenvío de algún mensaje telegráfico y el concierto de las chicharras, sus actividades se limitaban fervientemente a la lectura y…  a quererse a sí mismo.
 Aquellos eran buenos años  - recordaba nostálgico don Valor -  y aunque el sueldo no era malo, me cansé de aquellos lejanos parajes, así que pedí un cambio de plaza, para cuando menos conversar con alguien“.  “¿Nomás conversar?” preguntó “El  Negro “.  Don Valor registró  la ironía del mecánico, pero la ignoró.  “ Yo quería regresar a Zacatecas para  ver si recuperaba mi reloj  Boum en Mercié” que perdí.  Para darle un sello de  autenticidad a su relato, don Valor pronunciaba la firma relojera con un marcado acento francés.  “ Yo tenía idea por donde había caído con mi Pourcel, así que una tarde de marzo me dirigí a las faldas del cerro de la Bufa.  Habían pasado poco menos de 9 meses. Puse mis manos en visera inspeccionando el paraje; revisé cuidadosamente bajo una nopalera; me acerqué a un mezquite y de repente un rayo del sol me lo descubrió: ¡Era mi reloj! ¡Y aun tenía cuerda! Marcaba la hora exacta, las cinco menos diez“.
El viejo hizo una de sus acostumbradas pausas, para sondear el ambiente que  en nosotros, creaba su relato.  Y el “Negro”, divertido, preguntó: “Vamos viendo don Valor, ¿ cómo estuvo eso… cómo que el reloj todavía tenía cuerda?  Don Valor respondió con el vigor que da el convencimiento: “El reloj estaba funcionando, como lo oyen y,  además, resplandecía como cuando lo compré en el Palacio de Hierro.  ¡Claro! No lo voy a negar,  al verlo yo también me asombré, hasta  llegué a pensar que era cosa del Diablo, así que lo dejé en su lugar y  me escondí tras unas  piedras, picado por la curiosidad. Ya estaba pardeando cuando la vi desde el agujero inspeccionar cautelosamente el entorno. Era una cascabel como de dos metros, que salió de su guarida al pie del mezquite y  cadenciosamente pasó su cuerpo sobre el reloj y, es entonces que lo comprendí todo: la víbora salía a su ronda nocturna, pasaba sobre el reloj, lo limpiaba, y de paso  “ le daba cuerda”; en su regreso hacía lo mismo, así que  ¡el enigma estaba resuelto! Y, como que hay Dios, que desde aquellos años jamás  me despego de  mi reloj, y  es el que ustedes van a  ver precisamente en este momento”. Don Valor se arremangó lentamente la camisa y paseó ante nuestros ojos un reloj muy viejo. No podría yo asegurar que fuera de una marca prestigiada. Pero eso era lo que menos importaba.

Don Valor se va

Por mis estudios me ausenté del taller Arruza y regresé en las vacaciones del verano del 73, y fue entonces que lo vi por última vez. Sus 89 años eran un pesado fardo sobre sus espaldas; sus ojos cansados se escudaban tras unas gafas oscuras; sus piernas torpes se auxiliaban con un andador. Pero ahí estaba, a las 11 en punto, como todos los sábados. Con una voz triste nos anunció: “ Vengo a despedirme de todos ustedes. Muy pronto haré un viaje muy largo. El más largo que yo he hecho y sin embargo, estoy tranquilo”. El silencio se apoderó del taller. “El Negro” le palmeo cariñosamente la espalda: “ Vamos, ánimo don Valor, a echarle ganas, aun le faltan algunos años por vivir“. El viejo lo miró extrañado y le respondió: Mira “Negro” yo a donde me voy es a Los Angeles, donde me espera mi hija Laurencia con los nietos, así que después de navidad por aquí nos vemos“.
 



Con los años comprendí que había conocido a un cuentero, un fabuloso contador de historias que echaba a volar la imaginación, con el colorido y  la  libertad de una parvada de tucanes.  

Don Valor era un cuentero, uno de esos fabulosos seres que los tiempos enterraron y que hoy, son solo un pintoresco recuerdo. El oficio de inventar  mundos con el  auxilio del verbo ha desaparecido. ¿Cuál será el motivo? ¿Será acaso que nos hemos contagiado irremediablemente de realidad?

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